Este fin de semana murió Wanda. Hacía tiempo que estaba enferma, hacía más tiempo que estaba vieja, probablemente agotada. Creo que, o quiero creer que, murió mientras dormía. Al menos murió en el lugar donde dormía. Quiero creer que murió en paz, que se fue tranquila, vencida por los años de una vida que, aunque disimuladamente, le fue agitada. Porque llegó acá con cinco años, con nombre, con una historia, con un dueño que le peleó al cáncer de pulmón durante muchos años. Me pidieron que la cuide un tiempo, me preguntaron si podía tenerla; y ese tiempo se convirtió en en casi 8 años. En esos 8 años pasó de todo, estuve varios meses fuera de casa, una vez casi la atropellan, se alejó algunas cuadras sola y volvió, caminamos mucho, aprendí a hablarle, aprendí a escucharla, conocí sus dificultades, sus gustos, sus miedos. Entendí su dolor y sus gestos. Me enseñó de paciencia, de cariño, de cómo bancar. Me acompañó en momentos jodidos como nadie más. Supo ser amiga y creo haberle correspondido.
Se fue llevándose consigo su espacio, que siempre será suyo, y dejó unos cuantos huecos en mi casa que tienen que ver con la infinita ausencia de las despedidas. Y es curioso que no haya sido una despedida temprana, porque ya sabíamos que el tiempo era breve y que las diversas enfermedades habían avanzado mucho en los últimos meses. Pero ni toda la anticipación del mundo nos prepara para el vacío en el pecho que crea la incertidumbre del ya no, del nunca más.
Me quedo con su parsimonia, su paz, su estoicismo. Su inmensa paja. Su actitud tan zen. Sus rencores y temores. Sus maneras. Su amor y comprensión. Me llevo casi 8 años de recuerdos. Sus rasguños en mi puerta, sus ladridos a quien sabe qué puntos en la noche, sus ronquidos retumbantes. Me llevo su compasión y su necesidad. Me llevo el honor de haber compartido un instante de existencia con ella. Me guardo la pena de los últimos días, y la certeza de que nos acompañamos por un tiempo, que me fue dada a resguardo, protección y responsabilidad hasta que pudiera devolverla a su legítimo dueño. Desde esta gota en el océano que es internet, mi eterno agradecimiento a la familia Gatti, y en especial a Agus, que me enseñó a quererla.
La enterramos el domingo 2 de marzo, ayer. Hicimos un pozo en el fondo del patio, detrás de unas palmeras. Envolvimos el cuerpo ya duro y pesado en lienzo, y me pareció que correspondía despedir con ella a su correa, y el sonido metálico que la despertaba del más aletargado pero nada extraño sueño. Con ella se va parte de mi resguardo, de mi cobijo, de mi paz y protección. Se lleva mi idea de que cuanto más conozco a los seres humanos más quiero a mi perra. Me deja la gigantesca labor del recomenzar y acostumbrarse al ya no más. Pero también me regala la memoria de 8 años de un cariño que no me sale escribir ni describir y que nunca olvidaré.
Este fin de semana murió Wanda, la mejor perra que pudiera existir. Sólo le deseo un buen viaje, a dónde sea que vaya. Por las dudas, le dejé su correa.
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